Cuando llega el Viernes Santo
Viernes Santo. Es mi primera Semana Santa lejos de Palencia. Cada Viernes Santo me viene a la cabeza uno de los recuerdos que más me marcaron y que más satisfacción me produjo vivirlos durante estos días característicos en Palencia: conducir junto a mis tíos la imagen de la Virgen de la Amargura.
Mi tío ha trabajado para la cofradía de N.P. Jesús Nazareno, ha vivido muchos años en San Pablo, donde los nazarenos tienen su sede y siempre ha gozado de ese privilegio cada Semana Santa. Ese año, cuando yo tenía unos 16, me ofreció ir con él bajo el paso del escultor Víctor de los Ríos. Al principio, los nervios: meterte bajo el faldón, encontrar el hueco entre una tosca estructura de madera con un manillar recto con el que se controlan las ruedas delanteras y una siempre y discreta abertura al frente para que el conductor pueda saber por donde va.
Era otra forma de ver una procesión. Casi todos los años viéndola desde la acera y este año desde uno de los pasos más significativos de la procesión del Viernes Santo por la mañana, sobre todo por el final. Uno se siente especial aunque no le vean cuando va dentro empujando escuchando las órdenes de uno de los Hermanos de la Cofradía que va haciendo de guía para nosotros. Cuando todos los ojos de los presentes se elevan para contemplar el rostro de la virgen, cuando la expectación es grande a la hora de subir un bordillo o una rampa y hay que empujar fuerte... o cuando llega el final de la procesión matutina, son momentos especiales. Sobre todo este último. La Plaza de San Pablo llena hasta arriba. Las bandas de música tocan. La muchedumbre queda rota por un pasillo para que la Virgen de la Amargura quede a solas, frente a frente, ante la imagen del Nazareno que llevan a hombros un grupo de costaleros. Entonces se hace el silencio. Un "tararú" es el único sonido autorizado en ese momento. Los nazarenos avanzan y nosotros, lentamente, hacemos avanzar el paso de la Virgen hasta que quedan a escasos centímetros de distancia. Entonces los costaleros más valientes, los que están en la parte delantera, se arrodillan y vuelven a erguirse en un gesto de fuerza y hermosura. Y nos alejamos. Silencio. Otro toque. Otro acercamiento. Y otra vez más todo el proceso. Entonces la Plaza se llena de aplausos. Jornada cumplida. Y después, el vino con el pan de anís: toda una delicia.
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