Por uno de mis profesores
Este mes de agosto ha sido, en lo personal, tremendamente extraño. A mediados de mes, leí en DP un agradecimiento de la familia de Antonio Lafuente Zorrilla a todos los que "con su oración...". Me froté los ojos porque no me lo creía. Salí hacia el que fue mi instituto, el Victorio Macho («si es él, ahí debería estar la esquela»), y me lo encontré cerrado. Me acerqué, pues, hasta el túnel subterráneo de la Avenida de Santander... y ahí estaba. Antonio Lafuente Zorrilla. «¡Pero si era un chaval!» me decía, y con razón, mi amigo Toño quien también fue alumno suyo de matemáticas. A la mente se me vino el silencio que se hizo en aquel recreo cuando la conserje puso en la puerta principal la esquela de otro profesor, uno de los más carismáticos: Luis Calle Sastre, al que un cáncer también se lo llevó bien joven. Otro valiente.
Antonio falleció a los 51 años, otro joven de entre, por desgracia, cada vez más. Era de los pocos profesores con quien tuve relación una vez terminado el Bachiller. Me saludaba cuando me veía en días como el homenaje a Marta Domínguez... Él tenía un hermano, periodista, Isaías Lafuente: «Échale morro y ve a hablar con él de mi parte, Javier» me decía con un guiño.
Hoy, en el mismo diario, me encuentro un artículo de ese mismo hermano, acertado pregonero literario en su día de las fiestas de San Antolín. Un sencillo homenaje, que me complace reproducir:
LAS ESQUELAS NO DAN DE SÍ (de Isaías Lafuente)
Me enfrento después de las vacaciones al folio en blanco y a la duda, dos circunstancias nada infrecuentes en mí. La actualidad no da tregua y seguramente tendría que estar en estos momentos escribiendo sobre locos pirómanos, sádicos maltratadotes, jóvenes delincuentes con costra nazi o terroristas irredentos ante los que permanecen mudos sus cobardes secuaces, tan manchados de sangre como ellos. O elucubrando sobre el intenso curso político que se avecina. Pero el cuerpo me pide hablar de mi hermano Toño, que murió hace apenas dos semanas y dejó en quienes le queríamos un vacío de dimensiones cósmicas que nada ni nadie es capaz de llenar por el momento. Desde que murió repaso las páginas necrológicas y compruebo que las esquelas no dan de sí para honrar como se merece a quien nos deja. Apenas son un comunicado que desprende una frialdad burocrática en el que, paradójicamente, ocupan más espacio los vivos que los muertos, quienes lloran la pérdida que el ser llorado. Quizás no pueda ser de otra manera y es posible que en su escueto espacio nunca cupiese el elogio merecido aunque se intentase. Pero es una pena. Mi hermano fue un hombre íntegro, leal, comprometido con su familia, con sus compañeros, con sus alumnos, con sus amigos; fiel a sus ideas y a su fe, buscó siempre la paz y hacer el bien. Un hombre sobrio, pero acogedor y cariñoso; serio, pero con un gran sentido del humor que nos brindó momentos memorables; un personaje de apariencia flemática que cobijaba una intensa vida interior más dada a la implosión que a la explosión; uno de esos seres que parece pasar de puntillas por la vida para no llamar a atención pero que en cada paso que da, en cada una de sus acciones, deja una huella indeleble y profunda, irrepetible. En su vida fue un luchador infatigable pero sensato y con ese espíritu se enfrentó a su enfermedad. Como profesor enseñó a cientos de alumnos a no decaer ante la resolución de un problema, pero sabía que hay problemas irresolubles, y la muerte es uno de ellos. Quienes hemos tenido la fortuna de nacer en una familia numerosa somos receptores de una herencia constituida por las vidas ya vividas del resto de los hermanos, y la de mi hermano Toño cubre una buena parte de mi dote. Por eso hoy, en vez de escribir sobre otras cosas, sin duda importantes, quería dedicar este espacio a un ser excepcional. A mi hermano.
Antonio falleció a los 51 años, otro joven de entre, por desgracia, cada vez más. Era de los pocos profesores con quien tuve relación una vez terminado el Bachiller. Me saludaba cuando me veía en días como el homenaje a Marta Domínguez... Él tenía un hermano, periodista, Isaías Lafuente: «Échale morro y ve a hablar con él de mi parte, Javier» me decía con un guiño.
Hoy, en el mismo diario, me encuentro un artículo de ese mismo hermano, acertado pregonero literario en su día de las fiestas de San Antolín. Un sencillo homenaje, que me complace reproducir:
LAS ESQUELAS NO DAN DE SÍ (de Isaías Lafuente)
Me enfrento después de las vacaciones al folio en blanco y a la duda, dos circunstancias nada infrecuentes en mí. La actualidad no da tregua y seguramente tendría que estar en estos momentos escribiendo sobre locos pirómanos, sádicos maltratadotes, jóvenes delincuentes con costra nazi o terroristas irredentos ante los que permanecen mudos sus cobardes secuaces, tan manchados de sangre como ellos. O elucubrando sobre el intenso curso político que se avecina. Pero el cuerpo me pide hablar de mi hermano Toño, que murió hace apenas dos semanas y dejó en quienes le queríamos un vacío de dimensiones cósmicas que nada ni nadie es capaz de llenar por el momento. Desde que murió repaso las páginas necrológicas y compruebo que las esquelas no dan de sí para honrar como se merece a quien nos deja. Apenas son un comunicado que desprende una frialdad burocrática en el que, paradójicamente, ocupan más espacio los vivos que los muertos, quienes lloran la pérdida que el ser llorado. Quizás no pueda ser de otra manera y es posible que en su escueto espacio nunca cupiese el elogio merecido aunque se intentase. Pero es una pena. Mi hermano fue un hombre íntegro, leal, comprometido con su familia, con sus compañeros, con sus alumnos, con sus amigos; fiel a sus ideas y a su fe, buscó siempre la paz y hacer el bien. Un hombre sobrio, pero acogedor y cariñoso; serio, pero con un gran sentido del humor que nos brindó momentos memorables; un personaje de apariencia flemática que cobijaba una intensa vida interior más dada a la implosión que a la explosión; uno de esos seres que parece pasar de puntillas por la vida para no llamar a atención pero que en cada paso que da, en cada una de sus acciones, deja una huella indeleble y profunda, irrepetible. En su vida fue un luchador infatigable pero sensato y con ese espíritu se enfrentó a su enfermedad. Como profesor enseñó a cientos de alumnos a no decaer ante la resolución de un problema, pero sabía que hay problemas irresolubles, y la muerte es uno de ellos. Quienes hemos tenido la fortuna de nacer en una familia numerosa somos receptores de una herencia constituida por las vidas ya vividas del resto de los hermanos, y la de mi hermano Toño cubre una buena parte de mi dote. Por eso hoy, en vez de escribir sobre otras cosas, sin duda importantes, quería dedicar este espacio a un ser excepcional. A mi hermano.
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